"No hay loco sin sombrero": Fernanda, la sombrerera que le devuelve la vida a las historias

Opuesta a la idea del sombrero como accesorio o moda, para Fernanda es una manera de estar en el mundo. “Quien usa sombrero tiene una forma de andar distinta en esta vida. Tiene un aliado. No puede olvidarlo al salir de su casa o al hacer algún trabajo en la tierra, porque lo protege del sol, del frío, del calor”. Pero también detalla que el llevarlo puesto, cambia el vínculo con los otros: “Cuando uno lleva sombrero, saluda distinto. Ya no hay abrazo ni beso en la mejilla, porque el sombrero genera una distancia. Si me lo saco, es porque esa persona se lo merece”, reflexiona.
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El trabajo para volver a la vida al objeto con tanta carga emocional comienza por llevarlo a cero. Inicia con una limpieza profunda: “Tengo que lavar ese fieltro de determinada manera, depende la mancha que tenga, el desgaste, si tiene tierra o el olor que trae. Lo devuelvo a su estado más básico” dice Fernanda. Una vez limpio, el sombrero vuelve a la horma. Allí lo plancha, lo engoma, le coloca nuevas cintas en la copa, un tafilete nuevo en el interior. Pero intenta conservarlo todo.
Asegura que aquí no hay lugar para el error. Su oficio no se lo permite. “Porque la persona tiene un vínculo emocional con ese sombrero. Un recuerdo de alguien que lo usaba. Y si me equivoco, no puedo devolverle otro. No se trata de reemplazarlo. Tiene que ser ese. Porque es ese objeto el que guarda el vínculo. No puede ser otro”, confía.
Por eso, cada vez que repara uno de estos sombreros, se traslada a un rincón único y especial de su casa, una lavandería antigua, donde reposa un Sagrado Corazón de Jesús. “Ahí le pido que proteja mis manos, que no se equivoquen al reparar. No tengo una religión específica, pero ese Sagrado Corazón siempre estuvo ahí. Mi abuela y su abuela rezaron ahí. Tiene las manos entregadas al corazón, y eso es lo que simboliza para mí: entregarle mis manos para que no fallen”, dice.
Quien lleva su sombrero al taller le está confiando una historia. “Cuando lo recibo, me está haciendo parte de esa historia. Es como traer a la vida a esa persona que ya no está. Una parte suya vuelve a través de quien entrega el sombrero, que cuenta quién lo usaba, qué hacía, por qué lo quiere recuperar”, cierra.
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“Uno puede tener una profesión, pero el oficio es algo muy diferente”, reflexiona Fernanda, en voz alta. Estudió profesorado en Lengua y Literatura en el IES Vera Peñalosa de San Carlos y siguió la licenciatura en letras en Córdoba. “El oficio es una habilidad que uno trae, algo que se va desenvolviendo a lo largo de la vida. El oficio se lleva en el bolsillo, junto a la herramienta. Y se puede trasladar a cualquier parte del mundo”, prosigue.
El sombrero llegó a ella por desafío. “Un día dije que iba a vender sombreros, y mi segunda mamá me dijo: 'hacelos'. Y ahí supe que tenía que aprender a hacerlos con mis manos”. En ese gesto, Fernanda identifica el paso entre emprender y tener un oficio: “El emprendedor es alguien que tiene un capital y comienza algo. Pero al que tiene un oficio no le hace falta capital, le hace falta una herramienta y tiempo. El oficio repara, arregla objetos pero también relaciones y comunidades”, aclara.
En disputa, conviven en ella la profesión y el oficio. “La profesión me da un sueldo. Pero el oficio me da sentido a la vida”. Advierte que “la carta del título la juego solo cuando ya no puedo más”, en referencia a la situación económica. Pero también hace un análisis de su naturaleza que le atraviesa el cuerpo: “Porque el cuerpo te avisa cuando algo se vuelve insostenible, ahí es donde aparece el oficio. Siempre hay algo que uno puede darle a los demás. No solo a los seres humanos: al suelo, al aire, al mundo que uno pisa”, agrega.
En su hacer cotidiano, la sombrerera se cruza constantemente con las letras en su oficio. En una tesis donde el oficio que se hace con las manos y una antítesis enmarcada en la profesión, el análisis, la estructura. Y en tensión brota su síntesis: “El sombrero es un objeto de lectura. Hay recursos dentro del sombrero. Hay metáforas, hipérboles, símbolos. Hay una estética. Una forma de narrar”.
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Cada sombrero es único, porque cada uno tiene su contexto. “No es lo mismo un sombrero de puestero que uno de jineteada, o uno de finca. Cada uno responde a un oficio y a una geografía distinta”, explica. El sombrero del domador, por ejemplo, “es como una corona”: negro, de ala ancha y copa baja. “Suele tener dijes de plata o alpaca, alguna virgen, un santo. Es su armadura. Va a entregarse a un animal, va con lo mejor que tiene”, detalla.
En cambio, describe que el sombrero del puestero es funcional: copa alta, estructura liviana, hecho de lana. “Tiene que soportar el sol, la lluvia, el viento. Si se cae al arroyo, flotar. Y poder volverle a dar forma con las manos, o traerlo al taller y restaurarlo con engome”. Está también el sombrero de finca, “hecho de paja y revestido con tela de algodón, para que dure toda la temporada”.
Fernanda también ha hecho sombreros extravagantes, centrando este adjetivo en la particularidad como valor distintivo. Fue para una colección de una enóloga, trabajados solo con vapor, sin cinta ni forro. “Fueron casi esculturas. Solo filtro, vapor y manos. Eso fue lo más creativo que hice”. En su elección personal, prefiere los sombreros de fieltro de lana. “Son más nobles, más pesados. Yo necesito saber que sobre mi cabeza hay estructura”. El fieltro de nutria, en cambio, “es tan liviano que ni se siente. Muy elegante, pero se lo lleva el viento”.
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El nombre del taller, otro de los episodios de la sombrerera sancarlina, sucedió con “una amiga cordobesa que me ayudó a elegirlo. Ella lee las cartas del tarot y le pedí que sacara una. Le dije: ‘la que salga, va a ser el nombre de la sombrerería’. Y salió la Sota de Bastos. De todas las sotas, es la única que tiene sombrero, y el basto representa la creatividad. Así que salió justo, simplemente por eso”, confiesa.
El taller fue construido artesanalmente. Fernanda trabaja con hormas hechas en La Consulta, herramientas fabricadas por artesanos del pueblo, y otras heredadas. “Don Carrión, un sombrerero de San Juan, me regaló una plancha para las alas y tafiletes antiguos. Me dijo: 'hacelos vos, aprendé'”. También guarda una tijera que pertenecía a su abuelo. “Tiene historia, linaje. Y sigue cortando, sigue sirviendo”.
La sombrerera tiene herramientas hechas con impresoras 3D y otras construidas por vecinos que se animaron al desafío. “Acá se hizo casi todo. Hasta los dijes, la joyería criolla, el trenzado de cuero. Son sombreros hechos en el mismo lugar, con varias manos del mismo lugar”, explica.
En cuanto al marketing, la tiene clara: “He puesto publicidad en redes, en la radio, pero nada funciona como el boca a boca. Lo más hermoso que me pasó es que mis propios vecinos admiren lo que hago. Personas que casi no me conocían, pero que valoran el oficio”.
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Sus clientes y fanáticos de su trabajo vienen desde distintos puntos geográficos. “Una familia de colombianos que vive en Chile vino exclusivamente al taller. Cayeron a las siete de la mañana. Querían venir, ver el lugar, ver el gesto, el cara a cara. El mundo de las redes no es todo. Todavía hay un mundo real, sincero, que convive con todo lo demás”, acota, siempre en tono reflexivo.
Para María Fernanda Román, el sombrero está cargado de sentido. “No cualquiera lo usa. No es que sea más especial, pero quien lo lleva, algo te va a decir. Algo te va a incomodar hasta los huesos. Te va a interpelar de una manera que otras cosas no lo hacen. El sombrero es del loco. Y el loco, a veces, es el que más claro ve las cosas”, cierra.
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